A lo lejos
tronaban los cuetones que resonaban por todos los rincones. La iglesia lucía ya
una decoración muy minuciosa, elegante y colorida hecha de flores y hojas
trenzadas, preparada por los consejos de ancianos de los pueblos vecinos. El
palo de los voladores sobresalía por su altura y rica textura, madurez de cedro
rojo fragante, y por la exquisita decoración de la carretilla que soportaba a
los voladores. Un tronco ceremonioso y ancestral de más de cincuenta metros.
Seguramente hubo que dejar una ofrenda magnifica y un compromiso por
generaciones para poder tomar el árbol y las lianas que trenzadas sirven de escaleras.
El pueblo
estaba de fiesta, se notaba, se sentía y se contagiaba. Vicente entró a una
tienda de vinos, acomodó sus cosas, se sentó y pidió una jarra de licor de
ciruela para enfriar un poco el cuerpo. Una anciana sentada en una mesa al
fondo de la tienda lo observó con atención, llevaba una blusa de manta adornada
en los hombros y el pecho con flores de cempaxúchitl bordadas con hilos de
seda. Una falda negra de lana con detalles bordados con hilos de lana roja y azul, e hilos de plata remataban el dobladillo, sombrero negro de
ala mediana. Tenía una jarana al lado, envuelta con un terciopelo negro bordado
con una flor de amapola colorada.
Vicente sacó la comida que Dolores le preparó, la extendió en la mesa,
lentamente comió, y tomó vino. Mientras tomaba vino cruzó un momento su mirada
con los ojos de brillo singular de la anciana que le observaba en silencio
sorbiendo pulque en una jícara de huaje roja. Vicente salió del lugar y
continúo su camino hacia el atrio de la iglesia.
Estaban
reunidos en el atrio los pueblos vecinos, mostraban su respeto y daban su ofrenda
con danzas, con música y comida a un santo blanco con alma huasteca y sangre mestiza,
como son los dioses en estas tierras mexicanas pero sobretodo en la zona
serrana. Vicente había traído cacao de Chiapas para dar como ofrenda al santo
del pueblo de los tres corazones, sacó su cacao, lo deposito frente al santo, y
pidió por Dolores, su muchacha, pidió porque su corazón pudiera alcanzar paz, y
pidió por él, pidió apoyo para encontrar la forma de seguir siendo fuerte ante
la venganza.
El interior
de la iglesia era ajeno al mundo de los humanos, las velas que dejaban los
peregrinos iluminaban pobremente el interior, el humo del copal limitaba aún
más la visibilidad, las sombras se movían caóticamente, el pino en el suelo
completaba ese olor fresco. Las notas de los músicos que acompañaban a los
danzantes entraban y resonaban en las paredes y se disolvían con el humo de la
habitación oscura.
El silbido
de la flauta y el tambor anunció el
comienzo de la danza de los voladores. La plaza estaba que no cabía un alma
más, los demás danzantes se detuvieron a observar como caían poco a poco los
voladores en sincronía perfecta. Mientras en lo más alto del troco, sobre la
magnífica carretilla danzaba un volador, un viejo poderoso y de movimientos
enérgicos, con una mano tocaba la flauta y con la otra el tambor, el sonido
volaba más allá de los cerros. Una escena impactante y ciertamente única cuando
se realiza con maestría, se tiene un palo ancestral, una carretilla tan finamente
detallada, y una vestimenta tan elaborada como la que vestían aquellos
voladores.
La tarde
pasó lenta y los colores fueron oscureciéndose con calma liquida. En el pueblo de los tres corazones flotaba ya un
aire de fandango, toda la tarde fue llenándose de huapangueros de diferentes rincones
de la huasteca, venían de diversas comunidades de Veracruz, de Tamaulipas, de
Querétaro, de Hidalgo, de Puebla y de San Luis Potosí. Era un evento
importante, quizá el más importante dentro del mundo huasteco. Por las calles empedradas se juntaba la gente
cuando un trío se ponía a dar gusto a las personas y éstas formaban círculos
para zapatear. El fandango aquí, pedir una pieza, tomar la mano, zapatear,
guardar la calma, volver a zapatear, seducir, cruzar, ver a los ojos, mantener
la mirada, sonreír pero no tanto, sentir la jarana, la guitarra quinta, el
violín, ahí, clavándose en los latido del corazón, y sus ojos también fijándose
en la mente, quizá en el pensamiento.
Los luceros
tildaban, la gente ya entrada en ambiente se aglomeraba en la plaza principal,
las tablas eran zapateadas con fuerza, las calles iluminadas por las velas,
parecían bailar “el canario”, el concurso comenzó con mucho entusiasmo, había
nombres famosos, como los Armonía Huasteca, o Los Camperos del Valle, viejos de
mucha experiencia, nobles con las cuerdas, sabios de la melodía y del verseo. Huastecos
nacidos en los montes, en los montes nacidos. Arrullados con el correr de los
manantiales, crecidos bajo esos cielos azules, con esas nubes extensas,
algodonadas. Algodonadas nubes extensas, bajo azules cielos nacidos. Crecidos
en la sierra por eso la entienden y la sienten, la cortejan como una mujer,
como una mujer serrana, el versero le canta, le canta a la mujer profunda.
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