miércoles, 15 de julio de 2015

Huasteca te amo II

Subió la cuesta con el mismo paso firme y rápido de senderista. Al entrar al pueblo vio como las calles tenían ya mucho alboroto de fiesta. Tiras de papel picado de Huixcolotla adornaban la avenida principal, y unos postes decorados con pino aromatizaban el aire festivo, adornos de cera colgaban entre los postes, que en las noches alumbrarían las calles empedradas. Las puertas de las casas estaban abiertas y en muchas de ellas vendían comida festiva, tamales de pollo en salsa roja, o tamales de frijol con queso envueltos en hoja de plátano, tlacoyos rellenos de arvejón con frijol negro bañados en salsa roja o verde y crema. Había otras casas que vendían semillas, especias, fruta, cacao, café y pimienta. Otras tiendas tenían preparados ya en jarrones licores de frutas, pulque, mezcal y tequila traídos de diversos lugares del país.   
A lo lejos tronaban los cuetones que resonaban por todos los rincones. La iglesia lucía ya una decoración muy minuciosa, elegante y colorida hecha de flores y hojas trenzadas, preparada por los consejos de ancianos de los pueblos vecinos. El palo de los voladores sobresalía por su altura y rica textura, madurez de cedro rojo fragante, y por la exquisita decoración de la carretilla que soportaba a los voladores. Un tronco ceremonioso y ancestral de más de cincuenta metros. Seguramente hubo que dejar una ofrenda magnifica y un compromiso por generaciones para poder tomar el árbol y las lianas que trenzadas sirven de escaleras.
El pueblo estaba de fiesta, se notaba, se sentía y se contagiaba. Vicente entró a una tienda de vinos, acomodó sus cosas, se sentó y pidió una jarra de licor de ciruela para enfriar un poco el cuerpo. Una anciana sentada en una mesa al fondo de la tienda lo observó con atención, llevaba una blusa de manta adornada en los hombros y el pecho con flores de cempaxúchitl bordadas con hilos de seda. Una falda negra de lana con detalles bordados con hilos de lana  roja y azul, e hilos de plata  remataban el dobladillo, sombrero negro de ala mediana. Tenía una jarana al lado, envuelta con un terciopelo negro bordado con una flor de amapola colorada.  Vicente sacó la comida que Dolores le preparó, la extendió en la mesa, lentamente comió, y tomó vino. Mientras tomaba vino cruzó un momento su mirada con los ojos de brillo singular de la anciana que le observaba en silencio sorbiendo pulque en una jícara de huaje roja. Vicente salió del lugar y continúo su camino hacia el atrio de la iglesia.
Estaban reunidos en el atrio los pueblos vecinos, mostraban su respeto y daban su ofrenda con danzas, con música y comida a un santo blanco con alma huasteca y sangre mestiza, como son los dioses en estas tierras mexicanas pero sobretodo en la zona serrana. Vicente había traído cacao de Chiapas para dar como ofrenda al santo del pueblo de los tres corazones, sacó su cacao, lo deposito frente al santo, y pidió por Dolores, su muchacha, pidió porque su corazón pudiera alcanzar paz, y pidió por él, pidió apoyo para encontrar la forma de seguir siendo fuerte ante la venganza.
El interior de la iglesia era ajeno al mundo de los humanos, las velas que dejaban los peregrinos iluminaban pobremente el interior, el humo del copal limitaba aún más la visibilidad, las sombras se movían caóticamente, el pino en el suelo completaba ese olor fresco. Las notas de los músicos que acompañaban a los danzantes entraban y resonaban en las paredes y se disolvían con el humo de la habitación oscura.
El silbido de la flauta y el tambor  anunció el comienzo de la danza de los voladores. La plaza estaba que no cabía un alma más, los demás danzantes se detuvieron a observar como caían poco a poco los voladores en sincronía perfecta. Mientras en lo más alto del troco, sobre la magnífica carretilla danzaba un volador, un viejo poderoso y de movimientos enérgicos, con una mano tocaba la flauta y con la otra el tambor, el sonido volaba más allá de los cerros. Una escena impactante y ciertamente única cuando se realiza con maestría, se tiene un palo ancestral, una carretilla tan finamente detallada, y una vestimenta tan elaborada como la que vestían aquellos voladores.
La tarde pasó lenta y los colores fueron oscureciéndose con calma liquida. En  el pueblo de los tres corazones flotaba ya un aire de fandango, toda la tarde fue llenándose de huapangueros de diferentes rincones de la huasteca, venían de diversas comunidades de Veracruz, de Tamaulipas, de Querétaro, de Hidalgo, de Puebla y de San Luis Potosí. Era un evento importante, quizá el más importante dentro del mundo huasteco.  Por las calles empedradas se juntaba la gente cuando un trío se ponía a dar gusto a las personas y éstas formaban círculos para zapatear. El fandango aquí, pedir una pieza, tomar la mano, zapatear, guardar la calma, volver a zapatear, seducir, cruzar, ver a los ojos, mantener la mirada, sonreír pero no tanto, sentir la jarana, la guitarra quinta, el violín, ahí, clavándose en los latido del corazón, y sus ojos también fijándose en la mente, quizá en el pensamiento.
Los luceros tildaban, la gente ya entrada en ambiente se aglomeraba en la plaza principal, las tablas eran zapateadas con fuerza, las calles iluminadas por las velas, parecían bailar “el canario”, el concurso comenzó con mucho entusiasmo, había nombres famosos, como los Armonía Huasteca, o Los Camperos del Valle, viejos de mucha experiencia, nobles con las cuerdas, sabios de la melodía y del verseo. Huastecos nacidos en los montes, en los montes nacidos. Arrullados con el correr de los manantiales, crecidos bajo esos cielos azules, con esas nubes extensas, algodonadas. Algodonadas nubes extensas, bajo azules cielos nacidos. Crecidos en la sierra por eso la entienden y la sienten, la cortejan como una mujer, como una mujer serrana, el versero le canta, le canta a la mujer profunda.

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