viernes, 10 de julio de 2015

Huasteca te Amo (I)

Las nubes bajaron rápido por los cerros y cubrieron con una gasa blanca los árboles. El viento era frío y fuerte. La gente regresaba con paso apresurado a sus casas porque la lluvia ya no tardaba en caer, y con ella las cañadas serían imposibles de pasar. Se atrancaban las puertas y ventanas para evitar que el viento y la lluvia golpearan el interior. Vicente sentado en el banco tenía su violín reposando en su hombro. Su casa era sencilla como lo eran la mayoría de las casa en esos lugares serranos. La bombilla amarilla que colgaba del techo dejaba ver la silueta de su cama de tablas, su cocina de humo, al fondo una mesa con hojas sueltas, la pared de piedra gris y varios recortes de fotos que tenía pegadas en ella. Ahí estaba el sentado al lado de la ventana que dejaba ver el color azul del anochecer lluvioso cayendo sobre las colinas. Tocaba su violín y parecía que la lluvia sincronizaba con sus notas. El viento azotó su ventana y despertó con una pregunta de esa hipnosis en la que había entrado. ¿Cómo es posible que nuestro huapango nos de vida? Se levantó cerró la ventana y la noche pasó lenta. Con el sonido de la lluvia torrencial y los relámpagos estruendosos.
Mientras Dolores venía subiendo por las veredas, el sonido del violín la hizo reír y pensar en Vicente. Lo imaginó sentado bajo la luz amarilla, con los ojos cerrados tocando su música. Se detuvo un momento sin importarle que se mojara, siempre le había atraído la forma particular de Vicente de arrastrar el sonido de las cuerdas. Eran vecinos desde pequeños y siempre compartieron tardes y noches de reflexiones sobre su comunidad, su vida, sus supersticiones, sus historias de brujos y ánimas en pena, sobre cazadores y espíritus que había en las cuevas, en las veredas, en la espesa selva de los cerros, en los árboles, en las piedras, en los arroyos y manantiales, eran hasta cierto punto hermanos, hasta cierto punto amigos y hasta cierto punto pareja. Regresó a su casa preparó la cena y dio de cenar a su padre e hijo.
La luz diurna pasó por  las láminas y daba una sensación de calma, tocaron la puerta, se incorporó, se vistió, se encaminó a la puerta y la abrió. Dolores estaba de pie con una sonrisa y sonriendo dijo: Vienes a desayunar, no te vas a ir sin nada en el estómago. Vicente sonrió también y asintió.
El padre de Dolores estaba ya sentado tomando café, Vicente colocó su violín al lado de la silla y esperó a que Dolores apareciera.
-        ¡Uy qué guapo! No tan arreglado que te van a robar, toma te preparé un poco de comida para que te la comas en el camino.
Vicente tomó la comida, la puso en la mesa. El padre le sirvió café y le preguntó sobre el concurso de Huapango, con voz ronca y fuerte de persona que fuma tabaco silvestre, le comentó que lo había escuchado practicar y que esos valses eran algo tristes y quizá demasiado mágicos, que tuviera un poco de cuidado, su trabajo era más bien para gente entendida en la composición y la música, y que quizá en otros lugares no tendría problemas pero en la sierra quizá podría atraer a ciertos espíritus que podían cambiar su destino, pero aun así le deseó mucha suerte y cuidado en la competencia. Vicente agradeció los comentarios y las observaciones, le comentó que perdiera cuidado porque las notas no tenían resonancia en el mundo de los espíritus, y además la madera de mi violín es de pino, no tiene la fuerza suficiente. Le comentó que para el próximo año prepararía algo más acorde para el fandango y no algo tan melancólico.
Recogió su violín, salió de la casa, echó a andar por la vereda y dejó atrás su pueblo. El camino cruzaba varios cerros antes de llegar al otro pueblo. Tenía un paso firme y rápido, en partes se agachaba debido a los árboles de café, en partes saltaba de piedra en piedra, y había partes en las que los árboles producían un sombra tan espesa y un silencio tan viejo que era necesario saber caminar para no transgredir esa quietud. Bajando una vereda comenzó a escucharse el murmullo del agua. Al llegar al río se detuvo un momento, venía pensando lo que el papá de Dolores le había comentado y pensaba que esos valses más bien habían salido de ahí de la naturaleza, del silencio, del viento, del agua, de la selva, del café, del maíz, de la sierra, de los espíritus con los que uno se encuentra en los caminos y del pensamiento que nos invade cuando uno camina de un pueblo al otro. Alcanzó a ver a lo lejos subir por una pendiente a otros huapangueros, vestían sombrero de palma, camisa clara, pantalón oscuro, huarines, morral al costado, instrumento al hombro, caminar firme y elegante.
Al cruzar el puente del río se sentó en una piedra a descansar un momento y pensó en el esposo de Dolores. Una crecida de río se lo llevó. Él no pudo hacer nada, venía más o menos por donde iban ahora los otros músicos, vio como la corriente venía crecida y cómo estaba el esposo de Dolores pescando distraído, él corrió, gritó pero ya no pudo hacer mucho, la corriente lo arrastro en un abrir y cerrar de ojos. Al día siguiente de la muerte llovió mucho y cuando se enterró el muerto continúo lloviendo, fueron días oscuros y tristes, como suelen ser los días, lluviosos, después de que alguien muere ahogado. Dolores también lloró mucho.

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