Mientras
Dolores venía subiendo por las veredas, el sonido del violín la hizo reír y
pensar en Vicente. Lo imaginó sentado bajo la luz amarilla, con los ojos
cerrados tocando su música. Se detuvo un momento sin importarle que se mojara,
siempre le había atraído la forma particular de Vicente de arrastrar el sonido
de las cuerdas. Eran vecinos desde pequeños y siempre compartieron tardes y
noches de reflexiones sobre su comunidad, su vida, sus supersticiones, sus
historias de brujos y ánimas en pena, sobre cazadores y espíritus que había en
las cuevas, en las veredas, en la espesa selva de los cerros, en los árboles,
en las piedras, en los arroyos y manantiales, eran hasta cierto punto hermanos,
hasta cierto punto amigos y hasta cierto punto pareja. Regresó a su casa
preparó la cena y dio de cenar a su padre e hijo.
La luz
diurna pasó por las láminas y daba una
sensación de calma, tocaron la puerta, se incorporó, se vistió, se encaminó a
la puerta y la abrió. Dolores estaba de pie con una sonrisa y sonriendo dijo: Vienes
a desayunar, no te vas a ir sin nada en el estómago. Vicente sonrió también y
asintió.
El padre de
Dolores estaba ya sentado tomando café, Vicente colocó su violín al lado de la
silla y esperó a que Dolores apareciera.
-
¡Uy
qué guapo! No tan arreglado que te van a robar, toma te preparé un poco de
comida para que te la comas en el camino.
Vicente tomó
la comida, la puso en la mesa. El padre le sirvió café y le preguntó sobre el
concurso de Huapango, con voz ronca y fuerte de persona que fuma tabaco
silvestre, le comentó que lo había escuchado practicar y que esos valses eran
algo tristes y quizá demasiado mágicos, que tuviera un poco de cuidado, su
trabajo era más bien para gente entendida en la composición y la música, y que quizá
en otros lugares no tendría problemas pero en la sierra quizá podría atraer a ciertos
espíritus que podían cambiar su destino, pero aun así le deseó mucha suerte y
cuidado en la competencia. Vicente agradeció los comentarios y las
observaciones, le comentó que perdiera cuidado porque las notas no tenían resonancia
en el mundo de los espíritus, y además la madera de mi violín es de pino, no tiene
la fuerza suficiente. Le comentó que para el próximo año prepararía algo más
acorde para el fandango y no algo tan melancólico.
Recogió su
violín, salió de la casa, echó a andar por la vereda y dejó atrás su pueblo. El
camino cruzaba varios cerros antes de llegar al otro pueblo. Tenía un paso
firme y rápido, en partes se agachaba debido a los árboles de café, en partes
saltaba de piedra en piedra, y había partes en las que los árboles producían un
sombra tan espesa y un silencio tan viejo que era necesario saber caminar para
no transgredir esa quietud. Bajando una vereda comenzó a escucharse el murmullo
del agua. Al llegar al río se detuvo un momento, venía pensando lo que el papá
de Dolores le había comentado y pensaba que esos valses más bien habían salido
de ahí de la naturaleza, del silencio, del viento, del agua, de la selva, del
café, del maíz, de la sierra, de los espíritus con los que uno se encuentra en
los caminos y del pensamiento que nos invade cuando uno camina de un pueblo al
otro. Alcanzó a ver a lo lejos subir por una pendiente a otros huapangueros,
vestían sombrero de palma, camisa clara, pantalón oscuro, huarines, morral al
costado, instrumento al hombro, caminar firme y elegante.
Al cruzar
el puente del río se sentó en una piedra a descansar un momento y pensó en el
esposo de Dolores. Una crecida de río se lo llevó. Él no pudo hacer nada, venía
más o menos por donde iban ahora los otros músicos, vio como la corriente venía
crecida y cómo estaba el esposo de Dolores pescando distraído, él corrió, gritó
pero ya no pudo hacer mucho, la corriente lo arrastro en un abrir y cerrar de
ojos. Al día siguiente de la muerte llovió mucho y cuando se enterró el muerto
continúo lloviendo, fueron días oscuros y tristes, como suelen ser los días,
lluviosos, después de que alguien muere ahogado. Dolores también lloró mucho.
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