Por cada alma perdida en ese infierno particular, hay varias otras encerradas en la locura, incapaces de salir al mundo que se halla al otro lado de sus cuerpos. Aunque parecen estar ahí no se puede contar con que estén presentes. Por ejemplo, el hombre que va a todas partes con un juego de palillos de tambor, aporreando la acera con ellos a un ritmo precipitado y desatinado, incómodamente mientras avanza por la calle golpeando insistentemente el cemento. Quizá piensa que está haciendo algo importante. Quizá si no hiciera lo que hace, la ciudad se vendría a bajo. Quizá la luna se saldría de su óbita y se estrellaría contra la tierra. Hay quienes hablan solos, quienes mascullan, quienes gritan, quienes maldicen, quienes gimen, quienes se cuentan hisotrias así mismos, como si lo hicieran a otra persona. Como el hombre que he visto hoy sentado como un montón de basura...
...Hay quienes mendigan con una apariencia de orgullo, Dame ese dinero, parecen decir, y pronto estaré entre vosotros, yendo y viniendo apresuradamente en mi rutina contidiana. Otros han renunciado a la esperanza de salir algún día de su marginalidad. Están ahí despatarrados sobre la acera con un sombrero, una taza o una caja, sin molestarse siquiera en mirar al transeunte, demasiado derrotados como para dar las gracias a quienes dejan caer una moneda ante ellos...
Paul Auster. Trilogía de Nueva York. Compactos Anagrama pág 119-122
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